para la ventana de mi habitación
me alejé un tiempo de casa y volví siendo otra, pero mi ventana seguía ahí, en el mismo lugar donde nació y morirá
Escribo estas palabras desde el borde de la ventana de mi habitación con una auténtica realidad del tiempo y espacio en el que los hechos suceden y en el que los relato. Ya está medio fresco, estamos a fines de abril y el otoño está en pleno apogeo.
Si bien siempre digo que se trata de mi estación favorita, hay un miedo oculto que me acecha y del que año tras año no puedo escapar: lo veloz que se acaba. Claro, como el resto de las estaciones, el otoño se prolonga por tres meses, pero la belleza del mismo y el concepto genérico que tenemos de él… apenas dura unas pocas semanas. Incluso con la ciudad entera bañada de amarillo y naranja, ya temo por lo vacíos que quedarán dentro de poco los árboles. ¿Como podría disfrutar de las cosas que tengo si sé que algún día, no muy lejano, se van a acabar?
Es la mitad de la noche, pero no importa porque mañana es sábado y no tengo que madrugar. Pareciera que me permito vivir mi escritura solo durante los días no laborables. No puedo evitar pensar en la idea de “escritora de fin de semana”, una persona con una pasión tan grande como para moverle el mundo, pero no lo suficiente como para dedicarle su existencia entera. Pienso en las cosas que tanto me gustan y el poco tiempo real que les dedico. Pero ahora son las 00:17 y el clima lluvioso me inunda de energía tras una larga semana, la suficiente para intentar poner en palabras mis pensamientos más recientes.
Espiar vidas ajenas
Si es la primera vez que me leés, probablemente no sepas casi nada de mí. No tengo muchas cosas interesantes para mencionarte, pero viene a colación que te comente cuál es mi carrera universitaria. Estoy cursando el segundo año de dirección cinematográfica, pero mi amor por las películas y el retrato de la vida viene desde mucho antes. Como (futura) directora de cine, me gusta defender mi culposo gusto con las bases concretas de mi oficio: el arte de espiar otras vidas por un ratito. Si viste Rear Window (1954), entenderás por qué el público ama tanto esta obra de Hitchcock y cómo resume a la perfección el séptimo arte. El cine, sin muchas pretensiones, es espiar para meternos dentro de la vida de los otros para reconocernos, ofendernos, empatizar, enamorarnos e intentar encontrar algún tipo de respuesta en la ficción que nos venga de primera mano para la propia vida real que enfrentamos. Pero hoy no es sobre cine, aunque en mi vida indiscutiblemente todo vuelve a él.
Para mí, las ventanas son el signo literal y simbólico para espiar vidas y momentos que no me pertenecen. Son el encuadre (no puedo escapar de mis conceptos cinematográficos), el pedazo de mundo que se balancea entre lo que ocurre puertas adentro y lo que permitimos que el resto vea… o que no vea.
Seríamos muy buenas amigas si reconoces la situación que estoy por plantear: es una tarde-noche en tu ciudad, estás caminando por uno de los barrios más lindos (aunque tal vez no en el que vivas) mientras el cielo se oscurece. Las ventanas de los edificios y casas a tu alrededor resaltan en su contraste cálido con la atmósfera azulada exterior. Algunos interiores divisan personas cocinando, bailando, fumando; pero la mayoría solo emana una luz anaranjada. No podés evitar preguntarte sobre las vidas de cada uno de los propietarios de esos espacios, el modo en que están terminando su dia.
Y de pronto una pared de ladrillos se vuelve omnipotente y parece poder separarlo todo, excepto el hecho de que estamos viviendo en la misma fecha, más probablemente no el mismo día.
Para algunas personas este hobby de mirar ventanas desde afuera puede resultar tremendamente perturbador (me gusta tan solo apodarlo -ser chusma-) o puede encontrarse en él algún tipo de justificación con tinte poético y observador. La verdad es que solo lo disfruto y me encuentro haciéndolo inconscientemente, varias veces desde el asiento del colectivo, a una velocidad mayor a la que mi ojo logra captar los detalles. Incluso si no compartís este hábito conmigo, seguro estamos de acuerdo en el innegable hecho de que cada ventana encierra un mundo, recorta un pedacito de realidad y lo que sea que pase detrás de ellas- es tremendamente interesante.
La ventana de mi habitación
Yo conocí esta ventana a los nueve años, cuando me mudé a mi casa actual después de la separación de mis padres. Nunca había tenido un cuarto así de grande, y la felicidad por esto ocultaba lo que sea que estuviera pasando en mi familia.
Es un rectángulo que ocupa una buena mitad de una de las paredes de mi habitación y junto a la cual está mi cama. Tiene un marco de madera oscura y dos solapas que se abren hacia los lados. Una de mis cosas favoritas es que tiene esas pantallas blancas que permiten que veas todo hacia afuera, pero nadie que pase por la calle ve una sola cosa del interior.
Cuando era más chica me sentaba mucho en su borde, ponía almohadas y me acomodaba en su angostura. Esta ventana tiene una reja del grosor ideal como para protegerme y al mismo tiempo dejarme ver lo suficiente el mundo exterior. No tengo una vista panorámica de la ciudad, si eso era lo que imaginabas, sino que da a la calle desde la planta baja de mi casa. A traves suyo miré y soñé desde que tengo uso de razón, pensando en todo tipo de fantasías que me acorralaban por la noche. Me imaginaba, con canciones lentas de fondo, tantas cosas que anhelaba… viajes, momentos, logros, personas. Nada de todo eso me pertenecía más allá de mi cabeza, pero ahí sentada, fingía que sí al menos por un rato.
Esta ventana es mi principal fuente de luz, la única natural al menos, y al cerrarla por la noche me separa del mundo exterior. Incluso en esa oscuridad nocturna, me hace llegar un poco de brillo del único poste de luz que hay en nuestra cuadra y la quiero porque me reconforta. Pero sobre todo la aprecio porque me vió desgraciada y le agradezco porque me dió el espacio para estarlo.
Intento retroceder en mi memoria y recuerdo todos los escenarios que creaba. Por el 2020, en pleno encierro pandémico, me gustaba mirar hacia afuera y aislar la realidad para imaginar que estaba en la otra punta del mundo. Me manipulaba a mí misma para creer que ese pedazo de vereda, los autos estacionados y el árbol a mitad de la vista, podrían estar en Buenos Aires o en París. Todo sería parecido en cualquier lado del mundo y si lo creía lo suficiente, capaz me terminaría teletransportando.
Volver a casa, donde nada cambió
Pero todo eso fue antes de tener siquiera 18, donde la idea de un avión era solo eso: una idea. Cuando terminé la secundaria pude hacer mis propios planes y salí del país por casi dos años. Ahí todos esos mapas mentales se volvieron físicos y conocí apenas un par de todos los lugares con los que siempre soñé.
Al volver a mi casa me sentía una persona completamente distinta. Una más crecida, una que pensaba en ese entonces que era mejor. Pero tal vez no, solo era alguien que había recorrido con sus pies lo que por tanto tiempo recorrió solo con su cabeza.
Me acuerdo cuando apenas volví a mi habitación, me acerqué a la ventana y miré hacia la vereda. Eran los comienzos de noviembre y lloviznaba. Me tomé un momento para observar la ruptura de cada gota que se quebraba en el cemento y desprendía ese olor que tanto me gusta. Petricor. No voy a ocultarlo, estaba petrificada por los cambios, por el regreso, por el temor inmenso de un nuevo comienzo en un escenario que ya me parecía viejo. Pero me di cuenta que, al sentarme junto a mi ventana, mis deseos (aunque algunos ya cumplidos) no se alteraron. Todo resultó tremendamente aliviador cuando entendí que no importaba cuánto yo hubiera cambiado, ese pequeño rincón en alguna esquina de Buenos Aires seguía siendo el mismo… y sobre todo seguía siendo mío.
A pesar de la declaración de amor que estoy cometiendo, hay fechas en las que también la odié. Días en los que deseé que ese marco no diera a la vereda de mi barrio, sino a cualquier otro lugar que no sea este. Leía esas historias increíbles sobre lugares fantásticos en los que nunca estuve e imaginaba que veía esos paisajes cuando la veía a ella. Y con mis caprichos y todo me siguió resguardando.
Así que acá va una promesa entre ella y yo: lamento que no tengas piernas, eso me pone bastante triste. En cambio, voy a usar las mías para ir hasta los lugares de los que escuchamos hablar y voy a escribirte todo para volver a casa y contártelo. Igualmente, siempre vas a estar acá, donde fuiste construida.
Con amor, Bren.
Es preciosa tu declaración de amor a tu ventana. Tiene mucha poesía, así que sigue cultivándola, aunque sea solo los fines de semana. Ahora pienso en todas mis ventanas: tengo varias, con conexiones intensas. Lo mismo escribo algo de ellas.
Me encanta La ventana indiscreta.
Qué hermosura lo que escribiste,me siento totalmente identificada con lo de chusmear e imaginar a través de las ventanas vidas de personas que ni siquiera conozco